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Tercer premio Categoría General: Un tremor pálido en los labios.

Por José Agustín Blanco Redondo.

Pseudónimo: Atahorma


“Me he asomado

al tiempo de ayer…”

Tomás Megía




Jacinta era de estatura mediana, gruesa de corvas, estrecha de escápulas y con el cabello de un gris apagado, como la grava lavada de un río. Estaba soltera, pero esa condición no le importaba demasiado. Nunca tuvo


novio, jamás lo echó de menos y, ahora, superados ya los cincuenta y nueve años, sus prioridades eran otras: asistir al club de lectura de la biblioteca, entregar su esfuerzo e ilusión al taller de escritura creativa que se impartía en un café de finales del siglo diecinueve y leer sus escritos a Marcela, una viejecita de piel aún tersa que durante su vida profesional ejerció como maestra en Villar de Cañas y en otros pueblos hoy acosados por la despoblación e ignorados por el progreso, una anciana de mirada suave a la que también le gustaba escribir. Marcela disfrutaba hablando de aquel pueblo de Cuenca donde trabajó durante más de dos décadas, las labranzas de cereal, los trajines de la siega y del trillado en las eras, los majuelos y su vendimia, la floración súbita de los almendros antes de terminar el mes de febrero, la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción, imponente en esos muros de mampostería que albergaban un magnífico órgano del siglo dieciocho, una notable sillería en el coro pergeñada en el siglo dieciséis y un reloj de sol en la fachada del mediodía. También le hablaba de la sencilla belleza de algunos parajes de Villar de Cañas, el pozo de Vega Fría, el arroyo Montalbanejo, la Tinada de las Viñas, el paraje de las Piedras de la Virgen y el de las Entredehesas, la Loma del Rubial, el cerro Alcolea o el camino Real del Hito que atravesaba el río Záncara. Jacinta agradecía aquellos relatos surgidos de la memoria de Marcela y también sus consejos, -mira, creo que deberías comenzar poniendo en apuros al protagonista y que no habría que dar al lector demasiadas pistas para que así el final resulte sorprendente; yo me ahorraría tantas descripciones y me centraría en la acción para que el lector no pierda el hilo de la historia; creo que has introducido demasiados personajes en un cuento de solo novecientas palabras-. Y así, Jacinta, por las noches, bajo la luz amarilla de dos farolillos de hojalata y acompañada de una infusión de hinojo, hibisco y manzanilla, escribía sus creaciones con el cálamo de una pluma de ánade real mientras escuchaba arias de Bach y nocturnos de Chopin. Todos estos trampantojos que, para una visión ajena, pudieran parecer vanos, a ella le servían para elevar su autoestima, para creerse una escritora de mérito y oficio ilimitados.

Hasta que un día alguien deslizó una carta bajo su puerta. Una carta de amor anónima y manuscrita en papel verjurado, en ese tipo de papel que lleva distintas marcas solo visibles al trasluz. Fue entonces cuando en Jacinta madrugaron los calores de la incertidumbre, de la pasión, de tantos sentimientos presos durante décadas. Esa misma noche y tras releer decenas de veces aquella misiva, la mujer escribió una carta de respuesta que depositó también en el umbral de la puerta, esperando que aquel pretendiente desconocido la recogiera. Así fue. El sobre, con su descarnado, ardiente contenido, desapareció y, solo un día después, apareció otra carta manuscrita en el mismo tipo de papel y en el mismo lugar. Jacinta miró a ambos lados de la calle en busca, quizá, del desconocido que la cortejaba. Solo los estorninos platicaban sobre los bordes de las chimeneas y en las cumbreras de los tejados, mientras tres gatos recorrían, muy despacio, los bardales de las tapias. La mujer recogió la carta, los dedos temblorosos, los labios sujetos a un tremor pálido, los párpados muy abiertos. La leyó con ansia, como arrancando las palabras para engarzarlas a su mente. Al terminar, el rostro de Jacinta palideció, su mandíbula se descolgó como en una parálisis flácida, los labios se tornaron mustios, su mirada esclava de las tres últimas frases:

“Quería que leyeras la carta que te dejé antes de ayer debajo de la puerta, para que te entrenaras escribiendo en el género epistolar, ya que hemos trillado durante algunos meses el narrativo. Por cierto, la tuya me ha gustado mucho, los sentimientos que expresas en esa carta parecen tan reales, tan creíbles que parece que estás realmente enamorada… No dejas de sorprenderme, eres una escritora fascinante, te lo aseguro”.

Esta última carta ya no era anónima. La firmaba Marcela, una viejecita de piel aún tersa y mirada suave que ejerció como maestra, hace demasiados años, en Villar de Cañas y en otros pueblecitos hoy acosados por la despoblación e ignorados por el progreso.


Detalle órgano de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción de Villar de Cañas. Taller de Julián de la Orden. S. XVIII. Fotografía José Andrés.

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