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RELATO FINALISTA DEL PREMIO ALCOLEA 2022

PAJARITOS SIN ALAS


de

Alberto Romero Vallejo

(Pseudónimo Ventura Sánchez Serna)


Las Terriblas eran once, pero nadie las había visto a todas juntas. Bajaban dos veces al año, de tres en tres, por lo que la gente decía que solo eran nueve. Pero mi abuela juraba y perjuraba que el Terrible tuvo once hijas y que la comadrona que las trajo al mundo contaba que, en el parto de la última, la mujer del Terrible se abrió en dos con un grito tan desgarrador que hasta se oyó en todo el pueblo, y que luego quedó en silencio. Que el Terrible nunca miró a aquella niña, que pesó una arroba justa, y que la vistió de luto y la encerró junto a su madre muerta en el dormitorio. La gente decía que la Terribla Chica estaba loca, endemoniada, y que arrastraba su cuerpo atrofiado por el cuarto en las noches de tormenta.

Aunque eso es lo que decía la gente, igual que decían que el Terrible se había ahorcado cuando la hija mayor apareció flotando en la alberca, ensangrentada, y con un hijo sin padre en sus entrañas. Pero nadie lo sabía, porque nadie había vuelto a subir desde la noche en la que el Terrible, borracho y fuera de sí, contó en la taberna del pueblo cómo había estrangulado una a una a sus hijas y luego se había puesto a llorar muy bajito, como un niño arrepentido “es mentira, es mentira, es mentira”, mientras sus hijas, las tres que bajaron a buscarlo, se lo llevaban a rastras.

Nadie sabía lo que ocurría allí arriba. Nadie, ni siquiera Antonio el carpintero, el de los quintos, que una noche de juerga se envalentonó y fue a pedir la mano de una de ellas, la que fuera, y volvió loco de amor y de ceguera. Nunca pudo decir lo que había visto, porque aquella misma noche se quedó ciego y mudo para siempre.

A los niños de Villar de Cañas nos decían que vienen las Terriblas cuando no queríamos dormir, y el miedo nos acunaba hasta que caíamos rendidos. Pero cuando las Terriblas bajaban por la calle Mayor como si fueran danzarinas, siempre de tres en tres, tan alegres, tan jóvenes, con risas y flores en el pelo, todos los niños íbamos tras ellas. “Son brujas”, decían las madres, “no os acerquéis que están malditas, les cortan las alas a los pajaritos”. De nada servía, porque seguíamos embobados a aquellas mujeres y a sus caderas contoneándose calle arriba, calle abajo, hasta que sonaba el primer toque de misa y las Terriblas volvían a su casa dejando un reguero de suspiros, de sueños y de corazones rotos entre los muchachos del pueblo.

La noche que desapareció el Tadeo, Cuenca entera se echó al monte a buscarlo. El Tadeo era retrasado, pero no era tonto, y conocía a cada una de las personas por su nombre y por su mote, Epifanía la Partera, Antonia la Ratona, Tomás el Quince… y nunca se iba más allá de donde estaban las últimas farolas. El Tadeo tiene que estar escondido en alguna parte, decían los hombres, mientras los chiquillos gritábamos lo que a él más le gustaba oír: “Tadeo, no te escondas que no te veo”. Las mujeres empezaron a rezar el rosario y a hervir agua por si el Tadeo aparecía con una pedrada o una brecha porque en los últimos meses había cogido la costumbre de silbarle a los coches que pasaban por la carretera nueva. El Tadeo sabía imitar al mirlo, y a la tórtola, y sabía imitar al alcaraván y a la canastera. Y sabía que los excursionistas pisaban el freno cuando oían aquel canto de sirenas, y el Tadeo aprovechaba para tirarles piedras y gritarles “no sigáis por esa vereda, que os lleva a la casa de las Terriblas”.

Toda la noche buscando al Tadeo sin resultado sirvió para que el cura ordenara el repique de las campanas, pero que no toquen a muerto, dijo, todavía no. Y sirvió para que el sargento ampliara el cerco, buscando en cada acequia, en cada zanja, en cada alcorque de cada árbol seco, en cada arroyo, sin acercarse demasiado a donde el monte se hacía terrible, “allí no puede estar, el Tadeo tiene el olfato de un perro, y huele el peligro a distancia”. Y los hombres hablaban en voz baja, mientras nosotros fingíamos que no los escuchábamos, y decían: “No hay más remedio que subir. Tal vez ellas lo han encontrado y lo tienen ahí arriba. Tal vez el Tadeo olió a hembra y siguiendo el rastro se perdió entre ellas”. Y las mujeres seguían con su letanía monótona de ora pro nobis y chismes, “¿dónde andará el Tadeo?”. Y los niños que, en secreto, envidiábamos al Tadeo por su olfato, por su mente limpia y porque siempre contaba que se iba a casar con una de las Terriblas, hacíamos rayas en la calle de la Fuente por cada hora que pasaba.

Aún estaban abiertas las casas de apuestas y todavía el sol no era más que una raya de fuego detrás del monte cuando se escucharon voces desde la plaza Mayor. “Que ha vuelto el Tadeo, que ha vuelto…”. “¿De dónde vienes Tadeo?”. “Del cielo, del cielo, que he estado en el cielo y once ángeles me han dado de comer”. “Anda Tadeo, vete a tu casa y no nos des más disgustos”, le dijo el sargento. “Anda, Tadeo vete a tu casa y quítate ese olor a hembra”, le dijeron las mujeres. “Anda Tadeo, vete a tu casa y reza para que el demonio no se te quede en el alma”, le dijo el cura.

Aquella mañana volvió todo a la normalidad, todo volvió a su sitio. Hasta volvió el Tadeo, escondido entre las ramas, a silbarle a los coches que pasaban por la carretera nueva. Todo era tan normal, que nadie se dio cuenta de que el Tadeo ya no tenía brazos.





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