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Foto del escritorAyuntamiento de Villar de Cañas

Relatos seleccionados no ganadores - Sombras nada más.

SOMBRAS NADA MÁS, de Juan Manuel Sáinz Peña.


A la orilla de la cama Beatriz aguanta en silencio el llanto, afilado y amargo como la hiel. Carlos descansa a su lado, aferrado a Mario, su oso de peluche, viejo y triste, lo mismo que un tango de Gardel.

El Ratón Pérez no lo ha visitado, y en lugar de encontrar un regalo bajo la almohada lo único que halla son sombras nada más y un pañuelo de papel sin usar.

“No ha venido, madre (siempre la llama así). Se me ha caído un diente pero el ratoncito Pérez no ha venido. Eso es lo único que Carlos le repite, perdida la mirada, encogido el corazón, mientras gimotea, mocoso y desconsolado.

Y Beatriz, resignada a su congoja, trata de confortarlo con arrumacos, llevándoselo a su pecho, acariciándole el pelo y susurrándole palabras tiernas.

―A lo mejor se le ha olvidado o no le ha dado tiempo, Carlos. Quizá mañana, cuando te despiertes, encuentres el regalo.

―¿De verdad, madre?

―Estoy segura. Ahora descansa.

En cuanto Carlos se vuelve a quedar dormido, Beatriz le pide a Encarna que vaya al bazar que hay abajo y le compre cualquier cosa.

―Un puzzle de madera, una linterna, que le gustan mucho. Pero que no te lo envuelvan, que no hace falta.

Encarna asiente, toma el dinero y piensa en las muchas linternas que se agolpan en el cajón de la cómoda, donde se guardan los calcetines y las camisetas de manga larga. Después abre la puerta y sale a la calle dejando a Beatriz en la cocina, tomando café.

Allí sentada, delante de la infusión y la hebrita de humo que se desvanece como un sueño ligero, piensa en el silencio que reina en la casa, en los años y en la vida. Mira en derredor y no halla respuestas a tantas preguntas, pero no tiene tiempo de seguir pensando en ello. Carlos llama desde el cuarto.

―¡Madre! ¡Madre!

Y Beatriz va al dormitorio sintiendo que el café se le revuelve como la hojarasca ante un vendaval

―¡Madre…!

Se lo encuentra sentado al filo de la cama. Tiene a Mario sobre las rodillas. Beatriz le pregunta si quiere levantarse ya, pero Carlos no contesta. Se queda un rato mirando al suelo.

―Mi regalo ―murmura―. Después suspira, mira bajo la almohada y destapado, vuelve a dormirse.

Beatriz lo arropa, luego le besa la frente con infinita ternura mientras le dice que le quiere.

La puerta de la calle se deja oír. Los pasos de Encarna, pausados, recorren el pasillo. Se escucha el ruido metálico de las llaves al dejarlas caer sobre la mesa que hay en el salón.

―¿Qué has traído?

Encarna abre una bolsa de plástico blanca y saca de ella un cuento de Pinocho y una linterna.

―He pensado que como se ha llevado un disgusto, le alegraría recibir dos regalos en lugar de uno. ¿Le parece bien?

Beatriz se lo agradece y entra despacio en el cuarto. Con cuidado levanta la almohada y deja la linterna y el librito con el cuento. Luego toma la mano de Carlos, que está fría, y la coloca bajo las mantas.

De vuelta a la cocina las dos mujeres comparten el café. La mañana es luminosa. Hay trasiego en la calle. Coches y gente que pasa, con las prisas siempre desbocadas de una ciudad como Madrid.

―Hoy quiero llevarle al parque. ¿Hace frío, Encarna? Hace un par de días que está resfriado.

―Un poco, pero templará. Son solo las diez y media. Ahora le prepararé la ropa.

Ambas quedan en silencio, con el ruido del tráfico, de algún conductor impaciente que toca el claxon.

―¡Madre! ¡Madre!

Beatriz deja la taza sobre la mesa y se acerca al dormitorio y enciende la luz. Carlos saluda con las lágrimas achispándole los ojos negros y los juguetes en alto.

―Dos regalos…

Carlos, periodista de profesión, ha cumplido ya los setenta. El Alzheimer le ha robado los años y la memoria hace seis años. Ahora observa ensimismado los dibujos del cuento y la linternita que enciende y apaga con insistencia, encerrado en un olvido feroz que crece como la mala hierba. Su esposa, mientras, cubre a su marido de besos. Después toma sus manos y las contempla, avejentadas, nervudas.

―Pinocho ―masculla el hombre pasando su mano indecisa por la página del cuento.

Beatriz sonríe con tristeza. Una lágrima se le escapa y resbala en silencio.

―¿Lo ves, Carlos? ―le susurra apretándole con suavidad el brazo―. Te dije que el ratón vendría.



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