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Relatos seleccionados no ganadores - Nocturno de verano.

Nocturno de verano, de Ana María Castillo Pinero.


En el patio no corría ni una mota de aire. Era la hora en la que cada tarde comenzaba a refrescar, pero el calor apretaba y parecía estar recreándose en el preludio de lo que prometía ser una animada noche de fiesta. Serafín se preparaba a conciencia. Se había pasado y repasado el peine, mientras comprobaba en el pequeño espejo colgado en la pared, que no había resto de barba en aquel rostro casi inmaduro, pero curtido a tan temprana edad por las inclemencias del trabajo a la intemperie. Su madre había lavado y planchado el traje de la banda de música, y el instrumento lucía como si tuviera vida propia. Esa noche era el concierto de verano, tocaría con su amigo Manuel “El Colasillo” y después irían al baile donde se retratarían con toda la quinta. Los mayores del pueblo decían que la quinta del 40 era una quinta especial, por ser la más numerosa que se recordara, y porque eran los primeros nacidos después de la guerra, circunstancia que condicionó sus vidas a ser depositarios de las esperanzas de todo el pueblo.

Serafín cogió el trombón. Hubiera preferido ser trompeta, pero en la banda las cosas se decidían por necesidad y no por capricho de cada uno. Preferías un instrumento, tenías tus ilusiones, pero terminabas ocupando el lugar en el que tenías que estar. Y siempre había quien te hacía razonar:” o esto, o nada”. Y tras ese duro mazazo a la cabeza, te remendabas el ato y volvías a la carga, ensayando cada día y aprendiendo a defender con dignidad una partitura sin dueño, porque de los sueños rotos nadie quiere la patente.

Podría decirse que la banda de música era un fiel reflejo de la vida del pueblo, no había sitio para las particularidades de cada uno, todo se regía por la funcionalidad y el principio de lo imprescindible. No se derrochaba nunca, más bien se escatimaba en todo lo que se podía, y a la pregunta de por qué sucedía esto, algún mayor te respondían: “porque siempre ha sido así”. Siempre era siempre, para lo que los demás esperaban que hicieras. Nunca era nunca, para las banalidades, lo superfluo, lo que no podía ocurrir, lo que no se había hecho siempre así. Y con esta estricta disciplina, la banda de música sobrevivía, y cada año interpretaba su novedoso concierto nocturno de verano, al que acudía todo el pueblo, para deleite de las autoridades que se enorgullecían de este espectáculo. Algunos seguían en la banda por dar una alegría a las madres, que aplaudían emocionadas de ver a sus hijos con el uniforme de gala. Para otros la banda era su vida, y no había más que decir.

-Serafín ¡que ya vas tarde! - le recordó su madre

Se puso en marcha apresuradamente dirección a la casa de su amigo Manuel. Cuando llegó a la puerta falsa por donde solía entrar a buscarlo, se percató de un coche negro aparcado enfrente, y sin saber por qué, le dio un vuelco el corazón. Como si de un mal agüero se tratara, cruzó el umbral y notó un ambiente enrarecido. La Fina, la madre de Manuel, tenía el rostro tan blanco que se confundía con la pared encalada del portal, y el pequeño Blas se había dejado caer en la butaca que tenían reservada para la visita. A lo lejos se oían gritos y todo aquel escenario le pareció un mal presagio que nada bueno podía acarrear.

-¿Ande está Manuel? ¡Que ya vamos tarde!- dijo sin saber muy bien por donde se le salía la voz ante semejante espectáculo.

-Manuel anda discutiendo con su padre-respondió la madre- ha venido el José de la Corcha, el que se fue a Barcelona, que llegó hace unos días para pasar aquí la fiesta. Dice que en su empresa están cogiendo chavales que quieran trabajar y que, si Manuel se va, en unos años nos viene a visitar con un coche, un reloj y un abrigo-dicho esto, rompió a llorar.

Serafín salió trombón en mano descompuesto, por el mismo sitio por el que había entrado. Se imaginó a su amigo Manuel montado en aquel coche negro, camino de Barcelona, y a la Consuelo, su novia, haciendo las maletas para irse a servir a la casa de algún rico. Aquello era una tragedia que se venía repitiendo cada verano. Cuando llegaban las fiestas, aparecía un coche flamante, como ave de rapiña, y desaparecían del retrato de la quinta seis o siete gorriones. Cada verano el pueblo sangraba, y esta vez la herida era su amigo Manuel. Sintió una garra en el estómago y un dolor intenso en la garganta. La tórrida tarde, le dejaba helada el alma.

Sin ánimo ninguno, se dirigió a las escuelas, donde se agrupaban los músicos preparados para iniciar la marcha hasta el escenario improvisado en la plaza. A su lado faltaba su querido amigo. Probó el trombón y le pareció oxidado. La banda de música, el equipo de futbol, la comparsa de carnaval, la Hermandad del Santo,… se desintegraban. Desde hacía unos años estaban en guerra con la ciudad, pero siempre las bajas se contaban del mismo lado. No había quien compitiera con el coche del José, con el traje del Eusebio o con la modernidad de la mujer del Cano, que venía cada verano a pasearse por la calle Ancha con las uñas pintadas de rojo y el pelo como una artista de cine.

-Si me descuido llego al último pasodoble.

De pronto sucedió lo impredecible, la excepción esa que dicen que confirma la regla. Su amigo Manuel estaba allí con el clarinete preparado. No podía dar crédito a lo que estaba viendo.

-¿Pero no te has ido con el José de la Corcha a Barcelona?- preguntó todavía conmocionado por aquella visión de su amigo sofocado.

-No he podido. Mi padre siempre quiso que le ayudara con las tierras y mi madre, me miró, y no pude… no pude… me faltó valor para subirme al coche.

Con el tiempo comprendieron que también era necesario el valor para quedarse. Que los que se fueron añoraban a escondidas esa infancia que tuvieron en el pueblo, y que muchos desaparecieron, porque les faltó ese ánimo que impulsa a subir a un coche de vuelta, a donde las cosas se hacen como siempre, y no como a uno se le antoja, y donde lo inútil no tiene cabida, porque la razón de la costumbre forjada a fuego lento, coloca a cada uno en el mejor lugar donde podía vivir su propia vida.




El Templario

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