La sonrisa de Adriano, de Pitiusa.
1
Siempre buscaba un motivo para reír. Cada momento del día o la noche ofrecía un escenario en el que congratularse con la existencia.
Era Adriano, el anciano que deambulaba por la residencia como gorrión sin salida y que mitigaba su encierro riendo junto a los cristales mientras miraba florecer la vida, cualquier vida, aunque no fuera la suya.
En la noche, la imposibilidad de conciliar el sueño no le llevaba a la protesta, se acercaba a la ventana, miraba al cielo y con las estrellas, imaginaba pueblos y creaba sueños que le acercaban de nuevo a la almohada donde los recreaba y le sumían en la ausencia.
Adriano era aquel al que en el pueblo llamaban “el tonto”, ¡el tonto Adriano! le decían los muchachos a la vez que le sometían a enjundias mientras jugaban a su alrededor, y aún reía.
Y molestaba a todos, la risa siempre es molesta; sobre todo para aquellos que pasan por el entorno con la gravedad de lo mundano transformado en tragedia, sin darle opción a la alegría como elemento de disuasión para los conflictos veniales que a todos nos acosan.
Adriano, sentado en la barandilla de la reja que protegía los rosales de la plaza, observaba la decadencia de los hombres entablando disputas en cada esquina, daba igual el tema de conversación, el caso era provocar el enfrentamiento.
Adriano miraba y… se reía. Provocando la ira de los contertulios que incluso le lanzaban algún objeto para mitigar su rabia y esconder así su incapacidad para la sonrisa.
Era el recadero infinito. Que si a por tabaco, o a por el pan, o a decirle al niño que la mamá le espera para la cena. Siempre corriendo con sus saltitos dudosos de equilibrio, y acabando su cometido con la cara satisfecha del deber cumplido, sobrado ampliamente con un agradecimiento rutinario que para él suponía un emblema solidario que le otorgaban sus vecinos.
Era huérfano por el mero hecho de haber nacido, desde su lejana infancia al cuidado de una hermana que le servía de parapeto cuando no de indiferencia. La sonrisa la aprendió con la infancia, como lección de escuela ignorada. En su indigencia mental, la alegría era sinónimo de afecto y para él, esa era la meta.
Era servidor público, cuando en las misas portaba la escudilla que almacenaba las limosnas de aquellos que se pagaban el cielo con las sobras que depositaban en las manos del “tonto”, haciendo omisión de su existencia.
2
Eso sí, apostado en el umbral de la puerta de la parroquia aprovechaba para su momento de gloria. Los fieles compungidos tras el hecho religioso, al salir tocaban con aparente respeto la cabeza de Adriano, que, boina en mano, agradecía con su angelical y permanente sonrisa.
El paso del tiempo le llevó a la residencia. Allí, la felicidad no hizo más que engordar sus sentimientos. Los ancianos le sentían como el hijo de todos y él les correspondía de la única forma que sabía, riendo.
A partir de ciertas edades las personas aceptamos los defectos o la desigualdad, con la empatía de la que no gozábamos en la juventud. Transformando la indiferencia en aceptación y compromiso de solidaridad.
Y así pasaban tediosos los días para la mayoría, hasta que Adriano decidía levantar los ánimos del personal, declamando algún sketch improvisado que los convecinos saludaban como fuente de distracción y algarabía.
Era difícil averiguar su edad, su fisonomía sin desgaste, apuntaba a cualquier momento que la imaginación ajena pudiera creer.
Pero una mañana, le llamó el médico a la consulta para decirle que le habían detectado una enfermedad de difícil curación y que lo más probable es que su final estuviera próximo. Recibió la noticia con alborozo, riendo. Para él, la muerte era un episodio más de su existencia. Había que recibirla contento, como siempre, como todo.
Salió por los pasillos alzando la voz y mostrando su semblante de regocijo a la vez que comentaba su nueva situación, su novedad recién adquirida por parte del médico. Los internos, aquejados en algunos casos de dolencias de extraordinaria gravedad, al ver a Adriano, elevaban su moral y limitaban al máximo sus aflicciones. La sonrisa de Adriano les contagiaba en los más profundo, de tal manera que el júbilo se convertía en algo generalizado.
Y llegó el día. Adriano decidió cruzar la acera y pasar al otro estadio, al desconocido. Su cuerpo fue paseado por el pasillo central, los aplausos atronaban y de repente alguien mandó parar y todos al unísono, como resortes, empezaron a reír como posesos. Las carcajadas hacían temblar las paredes.
Las risas le habían ganado la partida a la existencia.
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