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Relatos seleccionados no ganadores - El tesoro de Alcolea.

El tesoro de Alcolea, de Francisco Calderón.


El sol del amanecer comenzaba a filtrarse a través de las persianas, desparramando su

luz cálida por toda la habitación.

Manuel se incorporó con una sonrisa y las pilas cargadas. El descanso había sido

reparador, y el amplio ventanal de su cuarto -orientado al este- le concedía un despertar

mucho más plácido que el repicar insistente de la alarma del teléfono móvil.

Eran las 7 de la mañana del domingo, su día favorito de la semana. Nunca había

entendido esa mala fama del domingo, para muchos un día triste que precede a la rutina;

precisamente, el saber que el día siguiente tenía clase le animaba a disfrutar a tope de la

jornada.

Se reunió con Javier y Luis en la Plaza Mayor. La estampa no era tan común como

debería: no quedaban muchos niños de su edad en Villar de Cañas.

Javier se había criado junto a él como un hermano, puerta con puerta. En sus 12 años de

vida habían compartido muchísimas aventuras, risas y hazañas. Eran los “Zipi y Zape” del

pueblo, ya que Javier tenía un pelo rubísimo que contrastaba con el castaño oscuro de

Manuel.

Luis, por su parte, llegó a Villar hace pocos años. La primera vez que lo vieron fue en las

fiestas de La Virgen (Nuestra Señora de la Cabeza) y tras un partido de fútbol

improvisado, con una lata aplastada por balón, el dúo se convirtió en trio de ases. La

nueva incorporación les contó que sus padres, dos conocidos abogados, habían decidido

dejar la gran ciudad y volver al pueblo de sus antepasados, dejando atrás la certidumbre

económica pero también la polución, la ansiedad vital, el estrés y un océano de asfalto

interminable. Ahora dirigían un negocio familiar de quesos artesanos. A Luis, contra todo

pronóstico, le sentó genial el cambio. Sus amigos de la ciudad venían de vez en cuando a

verle y disfrutaban junto a él de las aventuras en el campo.

Con el astro rey levantándose poco a poco sobre el horizonte, los tres amigos

emprendieron en bicicleta el camino hacia la aventura. El plan había salido bien hasta el

momento: los padres, todavía dormidos, estaban convencidos de que sus hijos iban a

pasar un día de pesca y chapuzones en el Río Záncara....

Manuel marchaba el primero, resuelto, comandando la expedición. Su bicicleta BH no era

de montaña, sino de paseo; un viejo hierro heredado de su hermana. Sin embargo, el

vehículo rodaba fácilmente por la pista de tierra, gracias a unas cubiertas mixtas que

había conseguido su primo Fernando en un taller de Cuenca.

El Cerro de la Morra se intuía a lo lejos, imponente. Su aura, ya de por sí misteriosa, se

veía reforzada por las decenas de historias que contaban los paisanos sobre sus

primitivos pobladores. En medio de la llanura, el promontorio desafiaba la lógica con su

silueta escarpada.

– Todos juntos, sin separarnos. Yo iré el primero, porque soy el mayor, y si hay una

trampa, o cualquier otro peligro, vosotros podréis salvaros aunque yo la diñe

-explicó Manuel con vehemencia, modulando el tono de su voz para hacerlo más

grave y darse importancia-.

– ¡Pero si eres más mayor por 6 días, capullo! -contestó Javier entre risotadas-.

– Estamos perdiendo tiempo, vamos a meternos ya. -zanjó Luis-.

Manuel separó unas zarzas y, orgulloso, les enseñó a sus amigos la grieta que había

descubierto accidentalmente semanas atrás. En el suelo, entre maleza, a una veintena de

metros de la ladera del Cerro, se abría una abertura del tamaño justo para introducirse

dentro, no sin cierta dificultad.

Le pareció todavía más intrigante que cuando la descubrió, paseando junto a su abuelo,

que señaló con aire misterioso la zona musitando “ahí hay algo raro”.

Sin duda, la entrada a la sima estaba tallada por manos humanas; algo parecido a una

bajorrelieve rodeaba el agujero.

Encendieron las linternas y se asomaron. Lo que vieron parecía sacado de una película

de Indiana Jones. Bajo el suelo, una senda de piedra se adentraba en la oscuridad,

directa al corazón del monte.

– ¡Me juego el pescuezo a que ésta es la senda al tesoro, vamos a ser ricos y

famosos! -exclamó Manuel-.

– Yo hasta que no me vea rodeado de oro y diamantes no quiero cantar victoria.

-replicó Javier con cautela-.

– En el instituto van a flipar. ¿Si so-soy rico po-podré dejar de ir a clase? -fantaseó

Luis, tartamudeando, visiblemente nervioso-.

Entraron sin dificultad. La asfixiante humedad, el olor pútrido y el silencio, sólo roto por los

pasos decididos del grupo, creaban una atmósfera lúgubre, siniestra. Manuel intentaba

aparentar tranquilidad, aunque un nudo se hacía más y más grande en su garganta y el

sudor frío rebajaba su temperatura corporal.

Avanzaron kilómetros, perdiendo la noción del tiempo y el espacio, dejándose engullir por

una oscuridad absoluta, pura, inmaculada, apenas mancillada por la luz tenue de las

linternas. Absortos, caminando de manera rápida, cuasi mecánica, para no dejarse llevar

por el miedo, tardaron mucho más de lo normal en escuchar un rumor sordo que poco a

poco fue imponiéndose a sus jadeos y murmullos.

– ¡Agua! ¡Suena como un río subterráneo o algo así, escuchad! -dijo Manuel con

entusiasmo-.

Sus compinches le dieron la razón y empezaron a divagar sobre la procedencia del ruido,

hasta que la la senda se ensanchó y entraron a un salón descomunal, de forma circular.

Por la pared corría agua a borbotones, canalizada con un rudimentario sistema que la

redirigía hacia una pileta, profusamente decorada, en el centro de la estancia. El techo,

abovedado y salpicado con estalagmitas, era irregular.

– Estamos dentro. ¡Estamos en el corazón del Cerro! ¡Si hay un tesoro, debe estar

aquí! -gritó Luis-.

Los amigos se abrazaron con fuerza. De repente no importaba nada. Las discusiones

airadas de los padres de Luis, los suspensos encadenados de Manuel, el miedo de Javier

a que sus abuelos enfermaran de coronavirus... todos los temores, todas las dudas, se

perdieron en la oscuridad del salón empedrado, eclipsadas justo en el momento del

abrazo fraterno por la alegría de vivir, de soñar y de compartir. Se escapó alguna lágrima,

el tiempo se detuvo.

Revisaron palmo a palmo la estancia, pero no encontraron ningún cofre. Tampoco había

otro camino que seguir. Era el final del trayecto. El premio a su osadía, el broche de oro a

la aventura, a lo mejor -pensaron- fuese solo ese instante eterno de felicidad al descubrir

la sala y abrazarse.

Se equivocaban. Justo frente a la pila, el pavimento era excesivamente irregular y un

adoquín parecía elevarse sobre el terreno. Lo retiraron con cuidado. Una pequeña caja de

latón, corroída por el óxido y la humedad, se hallaba incrustada entre barro y sedimentos.

La sacaron expectantes. El tesoro de Alcolea estaba en sus manos. Pese a su pequeño

tamaño, la imaginación de los adolescentes echó a volar, y, antes de abrirlo, vislumbraron

en su interior diamantes, oro, alguna pieza arqueológica de incalculable valor. Pero solo

había una placa de pocos centímetros, probablemente de plata. No parecía de la época

árabe, ni de la reconquista, sino mucho más reciente. Cincelada de manera artesanal

destacaba una sola frase, escrita en castellano con una esmerada caligrafía infantil,

quizás hace décadas, por un niño que halló la gruta y hoy ya es un anciano:

“El tesoro de Alcolea es vivir aquí”.


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