El atardecer, de Estefanía González Martínez.
Te alejas y huyes, te anhelo en silencio y, por casualidad, te encuentro en este
valle perdido al atardecer del manzano. Me acerco despacio para no seguir
ahuyentando tus pasos y simplemente me planto delante de ti. Nada más
verme reniegas de mi presencia, mas te tiendo mi mano ya madura, que se
marchita lenta pero inexorablemente, y tú la rechazas.
Te burlas de mi aspecto con tu jovial indiferencia; te regocijas en tu vigoroso
cuerpo, tu fértil vientre y tus esbeltas piernas.
De nuevo escapas rápida, fugaz casi volátil por este paisaje verde de tonos
grisáceos; y entretanto caen las hojas de los árboles que se esfuman casi tan
velozmente como se diluye tu ser en este entorno hostil que solía ser tu lugar,
tu hogar.
Y te pierdo de vista.
Pierdo de vista la fragilidad de tu presencia, y se acentúa aún más tu ausencia
que siento como mía. Entonces te dibujo en la lontananza no visible de mi
imaginación donde puedo verte recorriendo gozosa caminos imposibles que ya
no tienen dueño, porque solo ahora a ti pertenecen.
El viento acariciando tu rostro y despeinando tu cabello comienza a borrar la
huella de tus pisadas sobre la tierra…
De repente, tu figura no es más que una silueta invisible, una sombra en la
oscuridad que se desvanece poco a poco mimetizándose con el entorno
exterior, formando así parte de él y reduciéndose a la vez a la nada, al olvido
mismo.
Te ocultas entre las olas imbatibles de mi memoria.
Ahora tan solo pueblas un lugar perdido en mi mente cansada que no es capaz
de mantenerte con vida. Se escapa el recuerdo, se emborrona tu cuerpo, tan
solo tu esencia permanece a medias en este singular resquicio, y comienzo a
sentirte muy lejos aunque a muchos efectos estés tan cerca.
Me duele perderte y me aferro a la idea de retenerte a mi lado; mas tras ese
momento y en adelante no soy capaz ya de verte en ningún lado.
Imagino de nuevo la posibilidad de hallarte en estas tierras, de asir tu delicada
mano mientras juntas nos perdemos entre un sinfín de momentos ya
transcurridos, caducos, perecederos… pero ya no estás aquí.
Intento encontrarte en mi reflejo, aquel que ya no se parece a ti, pero fracaso
estrepitosamente ya que no existe prueba evidente de que en algún momento
tú fuiste parte de mi misma carne, de mis mismos ojos, de mi mismo ser.
Partiste hacia el infinito, el lugar del que nadie vuelve y al que sin embargo
todos pertenecemos para no regresar más, para desaparecer y no dejar
constancia de que un día estuviste aquí.
Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver.
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