FAMILIA NUMEROSA
de
Esteban Torres Sagra
Su cabeza se rige por reglas que no entendemos todavía. Por ejemplo, cuando llueve, si no queremos enfadarle, tenemos que caminar por la calle pisando charcos. Según él, hay que hacerlo para crear enormes olas -relativas- y evitar así que nos invadan los piratas –los piratas serán como hormigas, imagino- en su barco de juguete. Por lo visto los corsarios esperan a que llueva para navegar por el río y llevar a cabo sus tropelías. O cada vez que se le cae un diente, nos hace fabricarle otro idéntico al perdido y rellenar el hueco de la encía con miga prieta, de pan mojado. Además, para que se mantenga en su mandíbula, hay que sujetárselo con celofán para que las demás piezas dentales –dice- no se den cuenta de su ausencia, se pongan tristes y se caigan también como protesta. Conseguimos casi siempre cumplir sus expectativas, pero por contra pisar charcos nos acarrea unos catarros descomunales cada invierno y no conseguimos dejar de toser hasta la primavera. Y como el celofán no pega bien en la carne ni en el esmalte de las otras piezas, nos tememos que alguna noche se trague el diente falso mientras sueña, con el potencial riesgo de que se ahogue con el pan, con el adhesivo o con ambas prótesis simultáneamente.
Siempre lleva los zapatos desatados y muchas veces se pisa los cordones al andar y se procura un golpe morrocotudo contra el suelo, aunque sigue sin consentir solucionarlo porque argumenta que amarrarlos a sus pies equivaldría a romper la confianza mutua y que no le respetarían en adelante si tuviera que sujetarlos con una lazada o con un doble nudo para obligarlos a caminar bajo el mando de sus pies. Que eso no se hace con los amigos. Tiene teorías originales para todo y se distrae con una mosca, literalmente: si ve una no para de seguirla y deja cualquier cosa que esté haciendo para no perderla durante horas. Cuando hay más de una se le dispara la adrenalina porque no da abasto para perseguirlas y corre dislocado por los pasillos, cambiando de insecto cuando se cruzan. Si hay más de cinco intervengo yo para evitar el caos y –sin que se dé cuenta- aplasto todas las que puedo contra los cristales o contra los azulejos para reducir las trayectorias.
Pronto nos dimos cuenta de que no podía compararse con otros niños de su edad. Vivía dentro de una imaginación sin límites, desbordada a cada instante como una jarra de cerveza con espuma; una fantasía hiperactiva que lo llevaba más y más lejos de la realidad a cada momento y, esto, además de hacer muy difícil su educación y nuestra convivencia, le comportaba peligros imprevisibles en situaciones cotidianas. A los nueve años ya nos había roto más de diez jarrones golpeándolos con el palo del fregón, a modo de varita mágica, para convertirlos en elfos después de ver una película de Harry Potter e ir insistiendo con sus conjuros en intensidad sobre la cerámica, cada vez más iracundo, hasta sufrir ataques de ansiedad muy virulentos que le llevaban a herirse con las esquirlas si no estábamos al quite. Otra tarde le salvé la vida de milagro cuando, al entrar al baño, noté que estaba inmerso en la bañera y que no salía a la superficie. Lo agarré por los brazos y al recuperar el conocimiento dijo que llevaba treinta minutos bajo el agua y que había aprendido a respirar como Bob Esponja. Tuvimos que retirar los tapones de todos los recipientes susceptibles de almacenar líquido y nos adelantamos a cualquier posible tentación a su alcance con los enchufes y los medicamentos. Por supuesto, desde entonces, ya no le permitimos ver largometrajes de superhéroes, ni cualquier vídeo en el que intuyamos efectos especiales nocivos para su integridad.
A mí siempre me dice que tengo un ángel acróbata haciendo piruetas a mi alrededor y que por eso me despeino tanto, que son las plumas del custodio al rozarme el poco pelo que me queda las que lo descolocan y, mientras lo cuenta, sigue con los ojos las supuestas cabriolas del espíritu divino que merodea detrás de mi escasa cubierta capilar como si de verdad lo viese. A su madre le dice que le ha tocado un ángel bueno y obediente, al parecer menos circense que el mío. Por eso abusa un poco de él y le pide que le traiga los colores o las ceras de su habitación, aunque luego se desespera y le grita con vehemencia si considera que tarda mucho en regresar con el encargo, que siempre pasa. Parece que en sus alucinaciones también se cuelan monstruos y espíritus familiares que se prestan a sus juegos y le hacen caso, entregándose en la diversión hasta casi ignorarnos. Cuando consideramos que la actividad se le va de las manos porque se altera demasiado y entra en pánico, tenemos que zarandearle con fuerza para que reaccione y vuelva a nuestra dimensión. No es raro oírle hablar también con un compañero inexistente a quien llama hermano y su hermano imaginario se ha inventado a su vez a otro amigo imaginario que también debe ser hermano de ambos y, por ende, hijo mío; así que cuando vamos en el coche -mi mujer, ellos tres y yo, y eso que los ángeles no ocupan plaza en el vehículo- no cabe nadie más. En realidad, ya puestos a inventar, me parece mejor que sean tantos en su pandilla. Tiene múltiples ventajas: más opiniones, menos aburrimiento, se puede jugar a otras cosas y hay ofertas en algunos locales, aunque siempre me topo con empleados bordes y sin fantasía en las cadenas de hamburgueserías del payaso que no consienten en hacerme el descuento que anuncian en su publicidad… y eso que me he hecho -con la pasta prieta de miga de pan mojado que nos sobró del último diente, envuelta con papel celofán para que no se deshaga- un carnet chulísimo que nos acredita como familia numerosa.
FIN
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